"Mi vida es una vida hecha de todas las vidas: las vidas del poeta" (Pablo Neruda)













miércoles, 16 de marzo de 2011

"REVERDECER"


Seguía mirando el sepulcro, porque estaba resuelto a no moverse hasta que se alejaran las hermanas de la pobre Emilia y porque en el instante en que se volviera, para salir del cementerio, entraría en el mundo donde ya no podría encontrarla. No se resignaba a emprender el regreso platicando pías trivialidades con esas mujeres, ni se dejaría engañar por la esperanza, tan deplorablemente inútil de buscar en ellas algún rasgo en que su amiga perdurara. Las mujeres partieron por fin; él estaba por irse, cuando descubrió, a una distancia que sarcásticamente calificó de respetuosa, al hombre de las pompas fúnebres, con el aire contrito, servil, implacable, que ya le conocía. Desde la noche del accidente, lo vio merodeando por los alrededores de la casa de Emilia, en un automóvil negro. Ahora pretendería, probablemente, venderle algún álbum de fotografías y de recortes o algún adorno para la tumba; pero lo aterraba la posibilidad de que el individuo, en el afán de ponderar el trabajo de la empresa, le comunicara pormenores macabros. Lo que estaba ahí debajo no era Emilia y para acercarse a ella no había en toda la tierra un lugar más incongruente que ese rectángulo de mármol, con el nombre y la cruz. Mientras él viviera, sin embargo, traería flores. Alguien debería hacerlo y la persona indicada era él. La persona indicada, reflexionó con orgullo, y la única, pues en la vida y en la muerte de Emilia estaba solo. Con dolor en el corazón recordó que en alguna época había anhelado una seguridad como la que ahora tenía: la seguridad de que nada pudiera ocurrir.
Juntos habían leído los versos de un poeta francés:

Por poco que te muevas,
despiertan mis angustias,

y él había exclamado: Es verdad. ¿Cómo pedir a un ser tan vivo como Emilia, que permaneciera quieta a su lado, que no fuera inconstante? No pidió nada, pero el milagro de fidelidad ocurrió.  Tal vez por eso ahora se hallaba en medio de una soledad  tan extrema, sin nadie para compartir el dolor.  El cansancio de los últimos días lo llevó a pensar en imágenes; poco menos que soñando despierto, se vio a sí mismo como un jardinero de tumbas. “Todos los viernes pondré aquí un ramo de rosas”, murmuró, “para compensar las calas que traerán esas mujeres”.
Cuando advirtió que el individuo había partido, lentamente emprendió el camino de vuelta. Cruzo lugares abiertos y desolados, bajó hasta la plaza y a la sombra de los árboles de la calle Artigas, en la tibieza del aire y en un olor de hojas presintió la todavía lejana primavera. Un piano, en una de las casas próximas, tocaba una marcha, circense y trivial, que no oía desde hacía tiempo. Recordó a Arguello o Araujo ¿cómo se llamaba su antecesor? Era éste un personaje borroso, que nunca lo inquietó.  Por lo que había colegido, la conoció a Emilia cuando ella tenía menos de veinte años, y probablemente se valió de la circunstancia. Nada concreto le había dicho Emilia contra ese primer amor – era incapaz de ello – pero sin lugar a dudas le dio a entender que en su vida había contado poco.  El episodio no tenía otro significado que el de probar lo ciega y cruda que era la juventud.
Se detuvo para cruzar la calle. Miró su casa: el frente de imitación de piedra, la angosta y oscura puerta de madera, los dos balcones laterales, los de arriba (en previsión de un piso alto); se admiró de que todo eso alguna vez le haya parecido alegre. Abrió la puerta y entro como en un sepulcro.
Aquella tarde no pudo renunciar a una convicción absurda. Cuando llamaban a la puerta acudía temblando de esperanza. A pesar de que había llevado una vida retirada, se encontró con que tenía numeroso amigos, y a pesar de las particularidades de su luto, las visitas se sucedían a las visitas. Él recordaba otras, de un ayer que había quedado muy cerca y muy lejos: ni bien cerraba los ojos creía ver a Emilia, llegando un poco atrasada, agitada por haber corrido, y creía sentir en su rostro la frescura de su piel; pero nada fuera de lo regular ocurrió hasta el viernes por la mañana, cuando acudió al cementerio, con un ramo de rosas blancas. Apenas ajado, como si estuviera allí desde la víspera, encontró sobre la tumba un ramo de rosas rojas. Por dos motivos el hecho le extrañó: porque se le hubieran anticipado con la ofrenda, las hermanas, y porque desafiando las convenciones, hubieran elegido flores de color. Opinó que el azar era capaz de todo. Transcurrieron siete días y olvidó el asunto. El viernes acudió a la tumba con sus rosas blancas. Allí encontró por cierto, un nuevo ramillete de rosas rojas.
Aunque resolvió no pensar más, caviló bastante por aquellos días, hasta la mañana del jueves, en que tuvo una inspiración. Apresuradamente se dirigió a un puesto, donde compro flores.   En Rivadavia subió a un taxímetro. Muy pronto había depositado su ofrenda y estaba un poco perplejo, sin saber que hacer. Mientras erró por el cementerio, los minutos pasaron con señalada lentitud. Descorazonado, cruzó el pórtico y en la soleada escalinata se detuvo un instante, se volvió, para dar otra oportunidad al destino, y en el fondo de la alameda oblicua observo con estupor la escena que toda la mañana había previsto y esperado: el hombre colocando en la tumba las rosas rojas.
Su repugnancia de las cosas de la muerte, un tanto neurótica y obsesiva, lo había llevado a tomar por empleado de pompas fúnebres al hombre que en un automóvil negro, por la casa de Emilia, en los días del accidente. Ahora recordaba una fotografía de Araujo, que había mirado distraídamente años atrás. El hombre era Araujo.
Si no quería que lo sorprendieran ahí, debía alejarse cuanto antes. Aún se demoró un poco. Partió luego caminando despacio. Todo el día espero, espero sin inquietud, como quien está seguro. A las diez de la noche llamaron a la puerta. Antes de abrir, sabía con quien iba a encontrarse. Araujo le dijo:
-         Caminando se conversa mejor. Sobre todo caminando de noche. ¿Quiere dar una vuelta?
Por Bacacay y Avellaneda bajaron hasta Donato Alvarez; rodearon la plaza Irlanda; volvieron al oeste por Neuquén. Durante horas caminaron y hablaron plácidamente de la mujer que habían querido. Araujo explico:
-         No le llevo flores de muerto porque me parecen una afrenta para Emilia. ¡En ella la vida era evidente! – Después de una pausa agrego – Tenía algo sobrenatural sin embargo.
Él pensó: “Yo no lo había advertido, pero es verdad”. Aunque aparentemente contradictoria con algunas afirmaciones anteriores, encontró que no era menos cierta otra observación de Araujo:
-         Porque era sobrenatural debemos ahora conformarnos. Tal vez nunca perteneció a este mundo.
En algún momento le molesto que alguien la hubiera conocido mejor que él y no estuvo lejos de los celos. Araujo debió adivinar el sentimiento porque declaró:
-         No podemos juzgarla como a las otras mujeres. Emilia era de un plano distinto. Era de luz y de aire.
Se despidieron. Vio partir a Araujo en el automóvil negro; entró en la casa, encendió el calentador, preparó unos mates. Quería meditar sobre el descubrimiento de esa noche: porque otro la había querido, él no estaba solo, la memoria de Emilia se ensanchaba y más allá de la tumba continuaba del milagro de la vida.


 Adolfo Bioy Casares - "Historias de Amor"

martes, 1 de marzo de 2011

FRAGMENTOS DE UN EVANGELIO APÓCRIFO


3. Desdichado el pobre en espíritu, porque bajo la tierra será lo que ahora es en la tierra.

4. Desdichado el que llora, porque ya tiene el hábito miserable del llanto.

5. Dichosos los que saben que el sufrimiento no es una corona de gloria.

6. No basta ser el último para ser alguna vez el primero.

7. Feliz el que no insiste en tener razón, porque nadie la tiene o todos la tienen.

8. Feliz el que perdona a los otros y el que se perdona a si mismo.

9. Bienaventurados los mansos, porque no condescienden a la discordia.

10. Bienaventurados los que no tienen hambre de justicia, porque saben que nuestra suerte, adversa o piadosa, es obra del azar, que es inescrutable.

11. Bienaventurados los misericordiosos, porque su dicha esta en el ejercicio de la misericordia y no en la esperanza de un premio.

12. Bienaventurados los de limpio corazón, porque ven a Dios.

13. Bienaventurados los que padecen persecución por causa de la justicia, porque les importa más la justicia que su destino humano.

14. Nadie es la sal de la tierra, nadie, en algún momento de su vida, no lo es.

15. Que la luz de una lámpara se encienda, aunque ningún hombre la vea. Dios la verá.

16. No hay mandamiento que no pueda ser infringido, y también los que digo y los que los profetas dijeron.

17. El que matare por la causa de la justicia, o por la causa que el cree justa, no tiene culpa.

18. Los actos de los hombres no merecen ni el fuego ni los cielos.

19. No odies a tu enemigo, porque si lo haces, eres de algún modo su esclavo. Tu odio nunca será mejor que tu paz.

20. Si te ofendiere tu mano derecha, perdónala; eres tu cuerpo y eres tu alma y es arduo,
o imposible, fijar la frontera que los divide.

24. No exageres el culto de la verdad; no hay hombre que al cabo de un día, no haya mentido con razón muchas veces.

25. No jures, porque todo juramento es un énfasis.

26. Resiste al mal, pero sin asombro y sin ira. A quien te hiriere en la mejilla derecha, puedes volverle la otra, siempre que no te mueva el temor.

27. Yo no hablo de venganzas ni de perdones; el olvido es la única venganza y el único perdón.

28. Hacer el bien a tu enemigo puede ser obra de justicia y no es arduo; amarlo, tarea de ángeles y no de hombres.

29. Hacer el bien a tu enemigo es el mejor modo de complacer tu vanidad.

30. No acumules oro en la tierra, porque el oro es padre del ocio, y este, de la tristeza y del tedio.

31. Piensa que los otros son justos o lo serán, y si no es así, no es tuyo el error.

32. Dios es mas generoso que los hombres y los medirá con otra medida.

33. Da lo santo a los perros, echa tus perlas a los puercos; lo que importa es dar.

34. Busca por el agrado de buscar, no por el de encontrar.

39. La puerta es la que elige, no el hombre.

40. No juzgues al árbol por sus frutos ni al hombre por sus obras; pueden ser peores o mejores.

41. Nada se edifica sobre la piedra, todo sobre la arena, pero nuestro deber es edificar como si fuera piedra la arena.

47. Feliz el pobre sin amargura o el rico sin soberbia.

48. Felices los valientes, los que aceptan con animo parejo la derrota o las palmas.

49. Felices los que guardan en la memoria palabras de Virgilio o de Cristo, porque éstas darán luz a sus días.

50. Felices los amados y los amantes y los que pueden prescindir del amor.

51. Felices los felices.


JORGE LUIS BORGES - De ELOGIO DE LA SOMBRA