"Mi vida es una vida hecha de todas las vidas: las vidas del poeta" (Pablo Neruda)













miércoles, 23 de febrero de 2011

El teatro de Eugene Ionesco

Siempre me causa placer el recuerdo de los murmullos de descontento, las indignaciones espontáneas, las burlas que acogieron la aparición, en mayo de 1950, en el escenario de los Noctámbulos, de La cantante calva.
Esa noche no una, sino diez, quince, veinte veces oí este trozo de diálogo: “Pero en fin, ¿por qué La cantante calva? Me parece, amiga mía, que no ha aparecido en escena cantante alguna. Por lo menos yo no la he visto. ¡Y calva! ¿Ha visto usted que alguno de los personajes fuese calvo? … ¿Y ese bombero? ¿Qué tiene que hacer ahí un bombero? ¿De quien se burlan?”.  Era evidente que los notables no habían “comprendido”; les prometían una cantante calva, se sentían robados, lo que no perdonan: Ionesco lo vio bien al día siguiente. Fue inútil que yo evocase, de grupo en grupo, la Artesiana, insinuando que esa cantante calva era el resorte secreto de una obra infinitamente misteriosa, esotérica, y cuyo autor estaba visiblemente iniciado en los secretos de los Rosa Cruz. Eso sólo inquietó un momento.

Después de La cantante calva se invitó a los notables a asistir a La lección. Acudieron con la zorra en el bolsillo. Su zorra les había explicado que desde el momento en que una pieza, o antipieza, de E. Ionesco se titula La lección es porque se trata de todos menos de enseñanza: la zorra no es un animal al que se apresa dos veces en la misma trampa; es inteligente, deductiva, lo que permite comprender y prever. En consecuencia se quedó realmente aterrada, se sintió robada por segunda vez, cuando durante una hora, presenció la lección que un profesor, también inteligente y deductivo, dio a una muchacha carente de inteligencia y de deseo de comprender y que prefiere la muerte al saber.  Era una verdadera, una auténtica lección, incluso un “repaso”, una lección particular, exactamente calcada incluido el desenlace, de todas las lecciones que han solicitado y recibido las personas que quieren hacerse inteligentes: era un poco más o menos, la reproducción fiel de una lección del mariscal Foch en la Escuela de Guerra.
Luego, muy recientemente, Las sillas y Víctimas del deber volvieron a plantear otra vez la cuestión: había verdaderas sillas en Las sillas y no había bombero quemado vivo en Víctimas del deber.

Al aceptar escribir este Prólogo o anti-Prológo, para el primer volumen del Teatro de E. Ionesco me doy cuenta de que he contraído la obligación de explicar los placeres no ambiguos, sino muy francos, no de la “inteligencia”, sino de la sensibilidad, no al análisis, sino de la imaginación, que he experimentado en la representación y luego en la lectura de cada una de las obras de E. Ionesco.

Puedo decir muy exactamente por qué me agrada el teatro de Ionesco. Es porque sus personajes se parecen siempre a nosotros, a los notables y a mí, de perfil, y es nuestro propio perfil el que lanza con arrogancia a esas aventuras imprevistas, imprevisibles en apariencia, y que reconocemos de pronto como más auténticas todavía que todas las que han podido sucedernos.

No es un teatro psicológico, no es un teatro simbolista, no es un teatro social, ni poético, ni superrealista. Es un teatro que todavía no tiene etiqueta, que todavía no figura en ninguna estantería de confección. Es un teatro a medida; pero tengo la sensación de que quedaría mal si no diese un nombre a ese teatro. Es para mí un teatro de aventura, tomando esta palabra en el sentido mismo en que se habla de novela de aventura. Es teatro de capa y espada, ilógico como lo es Fantómas, inverosímil como La isla del tesoro, tan irracional como Los tres mosqueteros, pero como ellos poético y burlesco, exaltante y como ellos apasionante. Sé que viola constantemente “las reglas del juego”. Es, sin embargo, lo contrario de un teatro tramposo. Conozco al dedillo el teatro tramposo, asalta mis veladas, es obra de personas que conocen admirablemente “las reglas del juego”, que las conocen con tanta seguridad como el estafador conoce el código: el buen estafador puede siempre dar lecciones al señor fiscal público.

El teatro de E. Ionesco es seguramente el más extraño y espontáneo que nos ha revelado la posguerra. No se propone dar una lección a nadie, lo que es cosa menos admisible para una sociedad compuesta de sociedades de soldados voluntarios. Rechaza el ronroneo dramático, y con tanta naturalidad que ni siquiera hay modo de ver una “provocación en ese rechazo”.
Sentado en mi butaca de espectador o de lector, frente a Ionesco, nunca adivino de dónde partirán los tiros ni dónde me alcanzarán, pero me siento blanco y compruebo con alegría que es un tirador tan hábil como Búffalo Hill el que tengo delante de mí.
No sé si ha puesto a punto un “sistema” para tocarme tan fuerte, exacta y rápidamente; no lo creo y apenas me preocupa: le llegará la hora de la autopsia, amada por los notables, y es posible que entonces la zorra ahora vejada encuentre “la explicación” y se chupe los dedos a todo lo largo de una tesis. Deseo que la lectura de esa tesis lo divierta a Ionesco tanto como me divierte a mí su obra. A él le corresponderá entonces definir su placer.


Jacques Lemarchand

Prólogo de La cantante calva de Eugene Ionesco (Ed. Losada 70 aniversario)

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