"Mi vida es una vida hecha de todas las vidas: las vidas del poeta" (Pablo Neruda)













martes, 31 de mayo de 2011

MORIR SOÑANDO



                                                     « Au fait, se disait-il à lui-même,
                           il parâit que mon destin est de mourir en rêvant »

                                      De hecho (al final), se decía él a sí mismo,
                                 parece que mi destino es el de morir soñando.

                                                                                     Stendhal



Morir soñando, sí, mas si se sueña
morir, la muerte es sueño; una ventana
hacia el vacío; no soñar, nirvana;
del tiempo al fina la eternidad se adueña.

Vivir el día de hoy bajo la enseña
del ayer deshaciéndose en mañana;
vivir encadenado a la desgana
¿es acaso vivir? ¿Y esto qué enseña?

¿Soñar la muerte no es matar el sueño?
¿Vivir el sueño no es matar la vida?
¿a qué poner en ello tanto empeño:

aprender lo que al punto al fin se olvida
escudriñando el implacable ceño
-cielo desierto- del eterno dueño?

Miguel De Unamuno

lunes, 30 de mayo de 2011

1964


                                   I

Ya no es mágico el mundo. Te han dejado.
Ya no compartirás la clara luna ni los lentos jardines.
Ya no hay una luna que no sea espejo del pasado,
cristal de soledad, sol de agonías.
Adiós las mutuas manos y las sienes que acercaba el amor.
Hoy sólo tienes la fiel memoria y los desiertos días.
Nadie pierde (repites vanamente) sino lo que no tiene
y no ha tenido nunca,
pero no basta ser valiente para aprender el arte del olvido.
Un símbolo, una rosa, te desgarra y te puede matar una guitarra.

                                   II

Ya no seré feliz. Tal vez no importa. Hay tantas otras cosas en el mundo;
un instante cualquiera es más profundo y diverso que el mar.
La vida es corta y aunque las horas son tan largas,
una oscura maravilla nos acecha, la muerte, ese otro mar,
esa otra flecha que nos libra del sol y de la luna y del amor.
La dicha que me diste y me quitaste debe ser borrada;
lo que era todo tiene que ser nada.
Sólo me queda el goce de estar triste,
Esa vana costumbre que me inclina al Sur,
a cierta puerta, a cierta esquina.-


Jorge Luis Borges
De EL OTRO, EL MISMO, 1964

martes, 24 de mayo de 2011

¿TODO NOS ESTÁ PERMITIDO Y QUEDA JUSTIFICADO?


«El verdadero evolucionismo no pretende ni desplazar a la Filosofía en general ni a la "Moral",
--tan siquiera quiere entrometerse en sus asuntos, sino en los suyos propios!...
Aunque sería sensato e interesante que la Ética sí se (intro)metiese en sus "teorías",
a fin de considerar y "hablar", de un modo más sensato, más acorde a los "hechos";
considerando al hombre como lo que es, verdaderamente...».


Si convenimos que el bien y el mal son solamente palabras que adjetivan acciones, sucesos u objetos con referencia a valoraciones subjetivas antiquísimas –tal como ya ha quedado argumentado–, ¿le queda alguna guía al hombre en materia de comportamiento o moral? ¿Hay alguna cosa que deba ser y hacer y de alguna manera? ¿o las cosas son lo que son y no sólo no tienen mérito sino también imposibilidad de ser juzgadas?

            En principio, reconocemos que de ninguna manera realizar una acción que otra es lo mismo. Existen entre todas las especies vivientes cosas convenientes e inconvenientes y éstas se evalúan –siempre siguiendo el pensamiento evolucionista– desde la perspectiva (y categorías amorales) de lo beneficioso y lo perjudicial. Claro que esto último hay que tomarlo desde la consideración del ser total que es la especie humana y las exigencias de su actual naturaleza evolucionada, sin supuestos, sino fácticamente considerada. En efecto, es evidentísimo que no se puede esperar el mismo comportamiento de un animal en su estado de salvajismo que en estado de domesticación –pues si no sería imposible el hecho mismo de la mismísima domesticación, pues los domesticadores estarían de continuo expuestos al peligro del salvajismo. Por esta razón, dado que el animal domesticado humano cuenta, en su actual estadio de evolución, con esa capacidad de estimar, que algunos llaman razón, es innegable que esta posesión natural le confiere una cierta superioridad con respecto al resto de los primates.

            No es preciso ya argumentar que la razón o inteligencia humana, de donde proviene la cultura y sus valores y normas, hizo al hombre inventar el bien y el mal y hasta el análisis mismo de las acciones -tanto suyas como de los primates que él considera inferiores y superiores con su metro racional. Ahora bien, esa misma razón ha logrado desenmascarar este mecanismo primario de dominio de las conciencias y últimamente ha dejado al hombre a expensas de su supuesto libre albedrío. Con la razón y ese cierto albedrío el hombre se debe colocar, reubicar sensata, fenomenológica y biológicamente, en el marco de las demás especies, y proyectar nuevamente su eventual y provisorio código de comportamiento en la Naturaleza toda. Así como los animales no humanos satisfacen todos y cada uno de sus instintos, el individuo humano debe proceder de igual forma, e incluir entre su elenco de instintos su razón y también su “instinto ético”.

            De modo que “terminar” con la moral y adherir al evolucionismo no implica una eliminación de todo patrón de comportamiento sino la necesidad de reposicionar todas las cosas, comenzando por la misma reflexión respecto de estas cuestiones, hasta llegar a aquellas acciones suyas legitimas y a aquellas que resultan inadmisibles, pues repugnan a su especie y grado de conciencia, y no ya porque alguien lo haya establecido, sino porque se puede leer en la naturaleza animal racional del primate que somos la necesidad de no hacer daño a los demás.

            La búsqueda de lo beneficioso o placentero para nuestra existencia no puede estar en conflicto con el perjuicio a otro individuo. La razón del primate le permite, y en esto es privilegiado!, considerar cómo satisfacer sus instintos sin hacerle daño a los de su misma especie. Y si se lo permite, esto es lo único que debe hacer. Quizá no está mal que cada uno, antes de obrar, deba consagrarse a esta tarea con su inteligencia y ese algo de albedrío que supone que posee –lo cuál, hermanos míos, convengamos, que no es de ningún modo poca cosa! […] 

Por el Dr. Joachim Böffmann
 
Ciudad de Buenos Aires © 2009


viernes, 8 de abril de 2011

Viejo, solo y borracho

El viejo me dijo que hay hombres buenos
están debajo de los fondos
y arrastrándose en las piedras
Si en cambio hay otros que vuelan muy alto
pero no saben que la muerte
tiene un solo lugar para todos
Todos los gritos fuertes nacen de
la soledad
uy que fuerte gritas
uy soledad
El viejo me dijo a Cristo lo mataron
por decir que el lugar mas lejano
es el que estamos pisando
El viejo me dijo todos los días caen
para morirse sobre la tierra
y nunca levantarse


Leon Gieco


miércoles, 16 de marzo de 2011

"REVERDECER"


Seguía mirando el sepulcro, porque estaba resuelto a no moverse hasta que se alejaran las hermanas de la pobre Emilia y porque en el instante en que se volviera, para salir del cementerio, entraría en el mundo donde ya no podría encontrarla. No se resignaba a emprender el regreso platicando pías trivialidades con esas mujeres, ni se dejaría engañar por la esperanza, tan deplorablemente inútil de buscar en ellas algún rasgo en que su amiga perdurara. Las mujeres partieron por fin; él estaba por irse, cuando descubrió, a una distancia que sarcásticamente calificó de respetuosa, al hombre de las pompas fúnebres, con el aire contrito, servil, implacable, que ya le conocía. Desde la noche del accidente, lo vio merodeando por los alrededores de la casa de Emilia, en un automóvil negro. Ahora pretendería, probablemente, venderle algún álbum de fotografías y de recortes o algún adorno para la tumba; pero lo aterraba la posibilidad de que el individuo, en el afán de ponderar el trabajo de la empresa, le comunicara pormenores macabros. Lo que estaba ahí debajo no era Emilia y para acercarse a ella no había en toda la tierra un lugar más incongruente que ese rectángulo de mármol, con el nombre y la cruz. Mientras él viviera, sin embargo, traería flores. Alguien debería hacerlo y la persona indicada era él. La persona indicada, reflexionó con orgullo, y la única, pues en la vida y en la muerte de Emilia estaba solo. Con dolor en el corazón recordó que en alguna época había anhelado una seguridad como la que ahora tenía: la seguridad de que nada pudiera ocurrir.
Juntos habían leído los versos de un poeta francés:

Por poco que te muevas,
despiertan mis angustias,

y él había exclamado: Es verdad. ¿Cómo pedir a un ser tan vivo como Emilia, que permaneciera quieta a su lado, que no fuera inconstante? No pidió nada, pero el milagro de fidelidad ocurrió.  Tal vez por eso ahora se hallaba en medio de una soledad  tan extrema, sin nadie para compartir el dolor.  El cansancio de los últimos días lo llevó a pensar en imágenes; poco menos que soñando despierto, se vio a sí mismo como un jardinero de tumbas. “Todos los viernes pondré aquí un ramo de rosas”, murmuró, “para compensar las calas que traerán esas mujeres”.
Cuando advirtió que el individuo había partido, lentamente emprendió el camino de vuelta. Cruzo lugares abiertos y desolados, bajó hasta la plaza y a la sombra de los árboles de la calle Artigas, en la tibieza del aire y en un olor de hojas presintió la todavía lejana primavera. Un piano, en una de las casas próximas, tocaba una marcha, circense y trivial, que no oía desde hacía tiempo. Recordó a Arguello o Araujo ¿cómo se llamaba su antecesor? Era éste un personaje borroso, que nunca lo inquietó.  Por lo que había colegido, la conoció a Emilia cuando ella tenía menos de veinte años, y probablemente se valió de la circunstancia. Nada concreto le había dicho Emilia contra ese primer amor – era incapaz de ello – pero sin lugar a dudas le dio a entender que en su vida había contado poco.  El episodio no tenía otro significado que el de probar lo ciega y cruda que era la juventud.
Se detuvo para cruzar la calle. Miró su casa: el frente de imitación de piedra, la angosta y oscura puerta de madera, los dos balcones laterales, los de arriba (en previsión de un piso alto); se admiró de que todo eso alguna vez le haya parecido alegre. Abrió la puerta y entro como en un sepulcro.
Aquella tarde no pudo renunciar a una convicción absurda. Cuando llamaban a la puerta acudía temblando de esperanza. A pesar de que había llevado una vida retirada, se encontró con que tenía numeroso amigos, y a pesar de las particularidades de su luto, las visitas se sucedían a las visitas. Él recordaba otras, de un ayer que había quedado muy cerca y muy lejos: ni bien cerraba los ojos creía ver a Emilia, llegando un poco atrasada, agitada por haber corrido, y creía sentir en su rostro la frescura de su piel; pero nada fuera de lo regular ocurrió hasta el viernes por la mañana, cuando acudió al cementerio, con un ramo de rosas blancas. Apenas ajado, como si estuviera allí desde la víspera, encontró sobre la tumba un ramo de rosas rojas. Por dos motivos el hecho le extrañó: porque se le hubieran anticipado con la ofrenda, las hermanas, y porque desafiando las convenciones, hubieran elegido flores de color. Opinó que el azar era capaz de todo. Transcurrieron siete días y olvidó el asunto. El viernes acudió a la tumba con sus rosas blancas. Allí encontró por cierto, un nuevo ramillete de rosas rojas.
Aunque resolvió no pensar más, caviló bastante por aquellos días, hasta la mañana del jueves, en que tuvo una inspiración. Apresuradamente se dirigió a un puesto, donde compro flores.   En Rivadavia subió a un taxímetro. Muy pronto había depositado su ofrenda y estaba un poco perplejo, sin saber que hacer. Mientras erró por el cementerio, los minutos pasaron con señalada lentitud. Descorazonado, cruzó el pórtico y en la soleada escalinata se detuvo un instante, se volvió, para dar otra oportunidad al destino, y en el fondo de la alameda oblicua observo con estupor la escena que toda la mañana había previsto y esperado: el hombre colocando en la tumba las rosas rojas.
Su repugnancia de las cosas de la muerte, un tanto neurótica y obsesiva, lo había llevado a tomar por empleado de pompas fúnebres al hombre que en un automóvil negro, por la casa de Emilia, en los días del accidente. Ahora recordaba una fotografía de Araujo, que había mirado distraídamente años atrás. El hombre era Araujo.
Si no quería que lo sorprendieran ahí, debía alejarse cuanto antes. Aún se demoró un poco. Partió luego caminando despacio. Todo el día espero, espero sin inquietud, como quien está seguro. A las diez de la noche llamaron a la puerta. Antes de abrir, sabía con quien iba a encontrarse. Araujo le dijo:
-         Caminando se conversa mejor. Sobre todo caminando de noche. ¿Quiere dar una vuelta?
Por Bacacay y Avellaneda bajaron hasta Donato Alvarez; rodearon la plaza Irlanda; volvieron al oeste por Neuquén. Durante horas caminaron y hablaron plácidamente de la mujer que habían querido. Araujo explico:
-         No le llevo flores de muerto porque me parecen una afrenta para Emilia. ¡En ella la vida era evidente! – Después de una pausa agrego – Tenía algo sobrenatural sin embargo.
Él pensó: “Yo no lo había advertido, pero es verdad”. Aunque aparentemente contradictoria con algunas afirmaciones anteriores, encontró que no era menos cierta otra observación de Araujo:
-         Porque era sobrenatural debemos ahora conformarnos. Tal vez nunca perteneció a este mundo.
En algún momento le molesto que alguien la hubiera conocido mejor que él y no estuvo lejos de los celos. Araujo debió adivinar el sentimiento porque declaró:
-         No podemos juzgarla como a las otras mujeres. Emilia era de un plano distinto. Era de luz y de aire.
Se despidieron. Vio partir a Araujo en el automóvil negro; entró en la casa, encendió el calentador, preparó unos mates. Quería meditar sobre el descubrimiento de esa noche: porque otro la había querido, él no estaba solo, la memoria de Emilia se ensanchaba y más allá de la tumba continuaba del milagro de la vida.


 Adolfo Bioy Casares - "Historias de Amor"

martes, 1 de marzo de 2011

FRAGMENTOS DE UN EVANGELIO APÓCRIFO


3. Desdichado el pobre en espíritu, porque bajo la tierra será lo que ahora es en la tierra.

4. Desdichado el que llora, porque ya tiene el hábito miserable del llanto.

5. Dichosos los que saben que el sufrimiento no es una corona de gloria.

6. No basta ser el último para ser alguna vez el primero.

7. Feliz el que no insiste en tener razón, porque nadie la tiene o todos la tienen.

8. Feliz el que perdona a los otros y el que se perdona a si mismo.

9. Bienaventurados los mansos, porque no condescienden a la discordia.

10. Bienaventurados los que no tienen hambre de justicia, porque saben que nuestra suerte, adversa o piadosa, es obra del azar, que es inescrutable.

11. Bienaventurados los misericordiosos, porque su dicha esta en el ejercicio de la misericordia y no en la esperanza de un premio.

12. Bienaventurados los de limpio corazón, porque ven a Dios.

13. Bienaventurados los que padecen persecución por causa de la justicia, porque les importa más la justicia que su destino humano.

14. Nadie es la sal de la tierra, nadie, en algún momento de su vida, no lo es.

15. Que la luz de una lámpara se encienda, aunque ningún hombre la vea. Dios la verá.

16. No hay mandamiento que no pueda ser infringido, y también los que digo y los que los profetas dijeron.

17. El que matare por la causa de la justicia, o por la causa que el cree justa, no tiene culpa.

18. Los actos de los hombres no merecen ni el fuego ni los cielos.

19. No odies a tu enemigo, porque si lo haces, eres de algún modo su esclavo. Tu odio nunca será mejor que tu paz.

20. Si te ofendiere tu mano derecha, perdónala; eres tu cuerpo y eres tu alma y es arduo,
o imposible, fijar la frontera que los divide.

24. No exageres el culto de la verdad; no hay hombre que al cabo de un día, no haya mentido con razón muchas veces.

25. No jures, porque todo juramento es un énfasis.

26. Resiste al mal, pero sin asombro y sin ira. A quien te hiriere en la mejilla derecha, puedes volverle la otra, siempre que no te mueva el temor.

27. Yo no hablo de venganzas ni de perdones; el olvido es la única venganza y el único perdón.

28. Hacer el bien a tu enemigo puede ser obra de justicia y no es arduo; amarlo, tarea de ángeles y no de hombres.

29. Hacer el bien a tu enemigo es el mejor modo de complacer tu vanidad.

30. No acumules oro en la tierra, porque el oro es padre del ocio, y este, de la tristeza y del tedio.

31. Piensa que los otros son justos o lo serán, y si no es así, no es tuyo el error.

32. Dios es mas generoso que los hombres y los medirá con otra medida.

33. Da lo santo a los perros, echa tus perlas a los puercos; lo que importa es dar.

34. Busca por el agrado de buscar, no por el de encontrar.

39. La puerta es la que elige, no el hombre.

40. No juzgues al árbol por sus frutos ni al hombre por sus obras; pueden ser peores o mejores.

41. Nada se edifica sobre la piedra, todo sobre la arena, pero nuestro deber es edificar como si fuera piedra la arena.

47. Feliz el pobre sin amargura o el rico sin soberbia.

48. Felices los valientes, los que aceptan con animo parejo la derrota o las palmas.

49. Felices los que guardan en la memoria palabras de Virgilio o de Cristo, porque éstas darán luz a sus días.

50. Felices los amados y los amantes y los que pueden prescindir del amor.

51. Felices los felices.


JORGE LUIS BORGES - De ELOGIO DE LA SOMBRA

viernes, 25 de febrero de 2011

William Shakespeare

Los orígenes

En el sexto año del reinado de Isabel I de Inglaterra, el 26 de abril de 1564, fue bautizado William Shakespeare en Stratford-upon-Avon, un pueblecito del condado de Warwick que no sobrepasaba los dos mil habitantes, orgullosos todos ellos de su iglesia, su escuela y su puente sobre el río. Uno de éstos era John Shakespeare, comerciante en lana, carnicero y arrendatario que llegó a ser concejal, tesorero y alcalde. De su unión con Mary Arden, señorita de distinguida familia, nacieron cinco hijos, el tercero de los cuales recibió el nombre de William. No se tiene constancia del día de su nacimiento, pero tradicionalmente su cumpleaños se festeja el 23 de abril, tal vez para encontrar algún designio o fatalidad en la fecha, ya que la muerte le llegó, cincuenta y dos años más tarde, en ese mismo día.

Así, pues, no fue su cuna tan humilde como asegura la crítica adversa, ni sus estudios tan escasos como se supone. A pesar de que Ben Johnson, comediógrafo y amigo del dramaturgo, afirmase exageradamente que "sabía poco latín y menos griego", lo cierto es que Shakespeare aprendió la lengua de Virgilio en la escuela de Stratford, aunque fuera como alumno poco entusiasta, extremos ambos que sus obras confirman. La madre provenía de una vieja y acomodada familia católica, y es muy posible que el poeta, junto con sus dos hermanos y una hermana, fuese educado en la fe de su madre.

Sin embargo, no debió de permanecer mucho tiempo en las aulas, pues cuando contaba trece años la fortuna de su padre se esfumó y el joven hubo de ser colocado como dependiente de carnicería. A los quince años, según se afirma, era ya un diestro matarife que degollaba las terneras con pompa, esto es, pronunciando fúnebres y floreados discursos. Se lo pinta también deambulando indolente por las riberas del Avon, emborronando versos, entregado al estudio de nimiedades botánicas o rivalizando con los más duros bebedores y sesteando después al pie de las arboledas de Arden.

A los dieciocho años hubo de casarse con Anne Hathaway, una aldeana nueve años mayor que él cuyo embarazo estaba muy adelantado. Cinco meses después de la boda tuvo de ella una hija, Susan, y luego los gemelos Judith y Hamnet. Pero Shakespeare no iba a resultar un marido ideal ni ella estaba tan sobrada de prendas como para retenerlo a su lado por mucho tiempo. Los intereses del poeta lo conducían por otros derroteros antes que camino del hogar. Seguía escribiendo versos, asistía hipnotizado a las representaciones que las compañías de cómicos de la legua ofrecían en la Sala de Gremios de Stratford y no se perdía las mascaradas, fuegos artificiales, cabalgatas y funciones teatrales con que se celebraban las visitas de la reina al castillo de Kenilworth, morada de uno de sus favoritos.

Según la leyenda, en 1586 fue sorprendido in fraganti cazando furtivamente. Nicholas Rowe, su primer biógrafo, escribe: "Por desgracia demasiado frecuente en los jóvenes, Shakespeare se dio a malas compañías, y algunos que robaban ciervos lo indujeron más de una vez a robarlos en un parque perteneciente a sir Thomas Lucy, de Charlecote, cerca de Stratford. En consecuencia, este caballero procesó a Shakespeare, quien, para vengarse, escribió una sátira contra él. Este acaso primer ensayo de su musa resultó tan agresivo que el caballero redobló su persecución, en tales términos que obligó a Shakespeare a dejar sus negocios y su familia y a refugiarse en Londres". Pero es más plausible que el virus del teatro lo impulsara a unirse a alguna farándula de cómicos nómadas de paso por Stratford, abandonando hijos y esposa y trocándolos por la a la vez sombría y espléndida capital del reino.

Shakespeare en la ciudad del teatro

A partir de ese momento hay una laguna en la vida de Shakespeare, un período al que los biógrafos llaman "los años oscuros". No reaparece ante nuestros ojos hasta 1593, cuando es ya un famoso dramaturgo y uno de los personajes más populares de Londres. Entretanto se le atribuyen los siguientes empleos: pasante de abogado, maestro de escuela, soldado de fortuna, tutor de noble familia e incluso guardián de caballos a la puerta de los teatros. Pasarían varios meses hasta que pudiera ingresar en ellos y meterse entre bastidores, primero como traspunte o criado del apuntador, luego como comparsa, más tarde como actor reconocido y, por fin, como autor de gran y merecido prestigio.

Prohibidos por un ayuntamiento puritano que los consideraba semillero de vicios, los teatros se habían instalado al otro lado del Támesis, fuera de la jurisdicción de la ciudad y de la molestia de sus alguaciles. La Cortina, El Globo, El Cisne o Blackfriars no eran muy distintos de los corrales hispanos donde se representaba a Lope de Vega. La escenografía resultaba en extremo sencilla: dos espadas cruzadas al fondo del proscenio significaban una batalla; un actor inmóvil empolvado con yeso era un muro, y, si separaba los dedos, el muro tenía grietas; un hombre cargado de leña, llevando una linterna y seguido por un perro, era la luna.

El vestuario se improvisaba en un rincón de la escena semioculto por cortinas hechas jirones, a través de las que el público veía a los actores pintándose las mejillas con ladrillo en polvo o tiznándose el bigote con corcho carbonizado. Mientras los actores gesticulaban y declamaban, los hidalgos y los oficiales, acomodados a su mismo nivel sobre la plataforma, les desconcertaban con sus risas, sus gritos y sus juegos de cartas, prestos a lucir su ingenio improvisando réplicas y a echar a perder la representación si la obra no les complacía. En torno al patio, las galerías acogían a las damas de alcurnia y los caballeros. Y en el fondo de "la cazuela", envueltos en sombras, sentados en el suelo entre jarras de cerveza y humo de pipas, se veía a "los hediondos", el maloliente pueblo.

La fecundidad

Hacia 1589, Shakespeare comenzó a escribir. Lo hacía en hojas sueltas, como la mayoría de los poetas de entonces. Los actores aprendían y ensayaban sus papeles a toda prisa y leyendo en el original, del que no se sacaban copias por falta de tiempo; de ahí que ya no existan los manuscritos. Como cada tarde se ofrecía una obra diferente, el repertorio había de ser muy variado. Si la obra fracasaba ya no se volvía a escenificar. Si gustaba era repuesta a intervalos de dos o tres días. Una obra de mucho éxito, como todas las de Shakespeare, podía representarse unas diez o doce veces en un mes. Algunos actores eran capaces de improvisar a partir de un somero argumento los diálogos de la obra conforme se iba desarrollando la acción. Shakespeare nunca los necesitó.

Acuciado por este ritmo vertiginoso y espoleado por su genio, Shakespeare empezó a producir dos obras por año. En su primera etapa, Shakespeare siguió la línea de estos dramas isabelinos de capa y espada. De estos años (entre 1589 y 1592) son las obras con las que inaugura su crónica nacional, sus dramas históricos: las tres primeras partes de Enrique VI y la historia de quien lo asesinó, Ricardo III. La comedia de los errores, basada en un tema de Plauto, marca su faceta burlesca, y Tito Andrónico, tragedia bárbara inspirada en Séneca, su primera obra de tema romano.

Durante la peste de Londres de 1592 (que los puritanos aprovecharon para mantener cerrados los teatros hasta 1594), Shakespeare se retiró a Stratford y desarrolló sus dotes poéticas. En 1593 publicó Venus y Adonis y en 1594 La violación de Lucrecia, dos poemas largos, dedicados a su joven protector, Henry Wriothesley, conde de Southampton, a quien se suele asociar con uno de los protagonistas de los afamados sonetos. Según figura en los documentos, en 1594 ya era miembro destacado de la mejor compañía de la época, la Lord Chamberlain's Company of Players (Compañía de Actores de lord Chamberlain), nombre tomado de su protector, y había escrito La fierecilla domada, Los dos hidalgos de Verona, dos comedias de inspiración italiana y una tercera, Trabajos de amor perdidos, ambientada en una Navarra imaginaria.

Shakespeare empezó de actor en la compañía y aunque siguió haciéndolo hasta 1603, nunca llegó a interpretar papeles principales. Sin embargo, la experiencia debió serle útil. Como Molière, Brecht o Bulgákov, Shakespeare fue un verdadero hombre de teatro: lo conocía desde dentro, participaba en los ensayos, presenciaba los espectáculos y concebía sus personajes pensando en actores concretos. Paralelamente a su éxito teatral, mejoró su economía. Llegó a ser uno de los accionistas de su teatro, pudo ayudar económicamente a su padre e incluso en 1596 le compró un título nobiliario, cuyo escudo aparece en el monumento al poeta construido poco después de su muerte en la iglesia de Stratford. Entre 1594 y 1597 escribió Romeo y Julieta y El sueño de una noche de verano, dos obras de amor y de juventud, y los dramas históricos Ricardo II, El rey Juan y El mercader de Venecia.

En 1598 la compañía de Chamberlain se instaló en el nuevo teatro The Globe (El Globo), cuyo nombre se uniría al de Shakespeare para siempre. Ésta parece que fue la etapa más feliz del escritor, la época de las comedias Mucho ruido y pocas nueces, Como gustéis, Las alegres comadres de Windsor (que según la leyenda fue escrita en quince días por encargo urgente de la reina), Noche de Reyes y Bien está lo que bien acaba, escritas todas entre 1598 y 1603. De estos años son también (como anticipando su próxima etapa) Julio César, Troilo y Crésida y su obra más famosa y perdurable, Hamlet.

A la muerte de Isabel l en 1603, Jacobo I, hijo de María Estuardo y rey de Escocia desde 1567, se convirtió también en rey de Inglaterra y la compañía de Chamberlain pasó bajo su protección con el nombre de King's Men (Hombres del Rey). A pesar del cambio de nombre y de protector, el teatro mantuvo su carácter público: hicieron representaciones para todo el mundo, incluso para la corte.

Ante tal éxito, la compañía inauguró una pequeña sala cubierta en 1608, la Blackfriars, con una entrada más elevada y para un público más selecto. Financieramente, la compañía funcionaba como una sociedad anónima de la que Shakespeare fue uno de sus más importantes accionistas. Debido a la buena administración, su posición económica se afirmó aun mas: compró varias propiedades en Londres y en Stratford, hizo distintas inversiones, entre ellas algunas agrícolas, y en 1605 compró una participación de los diezmos de la parroquia de Stratford, gracias a lo cual (y no a su gloria literaria) sería enterrado en el presbiterio de la iglesia.

El último acto

Shakespeare tuvo siempre obras en escena, pero nunca aburrió. Entre 1600 y 1610 no dejó de estar en el candelero con sus príncipes impelidos a acometer lo imposible, sus monarcas de ampuloso discurso, sus cortesanos vengativos y lúgubres, sus tipos cuerdos que se fingen locos y sus tipos locos que pretenden llegar a lo más negro de su locura, sus hadas y geniecillos vivaces, sus bufones, sus monstruos, sus usureros y sus perfectos estúpidos. Esta pléyade de criaturas capaces de abarrotar cielo e infierno le llenaron la bolsa.

A fines de siglo ya era bastante rico y compró o hizo edificar una casa en Stratford, que llamó New-Place. En 1597 había muerto su hijo, dejando como única y escueta señal de su paso por la tierra una línea en el registro mortuorio de la parroquia de su pueblo. Susan y Judith se casaron, la primera con un médico y la segunda con un comerciante. Susan tenía talento; Judith no sabía leer ni escribir y firmaba con una cruz. En 1611, cuando Shakespeare se encontraba en la cúspide de su fama, se despidió de la escena con La tempestad y, cansado y quizás enfermo, se retiró a su casa de New-Place dispuesto a entregarse en cuerpo y alma a su jardín y resignado a ver junto a él cada mañana el adusto rostro de su mujer. En el jardín plantó la primera morera cultivada en Stratford. Murió el 23 de abril de 1616 a los cincuenta y dos años, en una fecha que quedó marcada en negro en la historia de la literatura universal por la luctuosa coincidencia con la muerte de Cervantes.

Los misterios de Shakespeare

Es cierto que la juventud del poeta ofrece los pasajes más desconocidos para el biógrafo. Sin embargo, los verdaderos misterios de su vida pertenecen a aquellos años en que su carrera puede ser reconstruida con bastante fidelidad. El más conocido de estos enigmas está relacionado con sus Sonetos, publicados en 1609, pero escritos, en su mayor parte, unos diez o quince años antes. Uno de los protagonistas de los 154 sonetos es un apuesto joven a quien el poeta admira mucho, y el otro es la famosa dark lady, "dama morena", que le fue infiel con el anterior.

Muchos intentaron encontrar en estos poemas claves de la vida interior de Shakespeare, pruebas de su presunta homosexualidad, afirmando que el joven galán de los sonetos o, tal vez, la "dama morena" no era otro que el conde de Southampton, mecenas del debutante autor, a quien le había dedicado sus dos primeras obras poéticas. No se sabe con certeza quién era el objeto de la adoración secreta del poeta. Sus únicas referencias personales comprensibles y claras son menudencias: que sufría de insomnio, que le gustaba la música, que reprobaba las mejillas pintadas y el uso de las pelucas.

Otra de las incógnitas es que sus años de más éxito social, económico y profesional, entre 1603 y 1612, coinciden con la época de sus grandes tragedias, sus obras más amargas y desilusionadas, como Otelo, El rey Lear, Macbeth, Antonio y Cleopatra, Coriolano y Timón de Atenas. Incluso la última comedia de estos años, Medida por medida, es más sombría que muchos de sus dramas. Además, sus últimas cuatro obras, Pericles, Cimbelino, El cuento de invierno y La tempestad, su maravillosa despedida del teatro y del mundo, muestran una curiosa incursión de elementos novelescos y pastoriles en su teatro, sin duda bajo la Influencia de la nueva generación de dramaturgos como Francis Beaumont o John Fletcher. Hay otras dos obras, Enrique VIII y Los dos nobles parientes, ambas de 1612-1613, cuya autoría parcial suelen atribuírsele, ya que según todos los indicios fueron escritas en colaboración con el joven Fletcher, con las que el número de sus piezas teatrales sumarían 38. Pero La tempestad es considerada universalmente como su última obra.

Sea como fuere, lo cierto es que alrededor de 1613, es decir a los cuarenta y ocho años de edad, en pleno poder de sus facultades mentales y en el cenit de su carrera, Shakespeare rompió abruptamente con el teatro y se retiró a su ciudad natal como podría hacerlo un pequeño burgués que después de una vida de trabajo quisiera gozar de sus bienes en la quietud campestre. Sus últimos años transcurrieron como los de un respetado hidalgo rural: participaba en la vida social de Stratford, administraba sus propiedades y compartía sus días con sus familiares y vecinos.

Sus obras siguieron en cartelera hasta después de su muerte, y debió conservar algún contacto, aunque sólo amistoso, con el teatro. Incluso se dijo, según una leyenda registrada casi medio siglo después, que murió a consecuencia de un banquete celebrado en compañía de su colega Ben Jonson. Contradice a esta historia el hecho de que un mes antes de su muerte dictara su testamento rubricándolo con una firma temblorosa que permite imaginar que ya se encontraba enfermo.

El testamento, extenso y minucioso, está relacionado con el último misterio de la vida de Shakespeare, aunque sea sólo menor y de orden anecdótico: después de nombrar como heredero principal al marido de su hija mayor, Susan, y de legar valiosos objetos de oro y de plata a su otra hija, Judith, dejó a su mujer su «segunda mejor cama». Nadie ha podido descifrar el significado verdadero de tan extraño legado, que, a su vez, dice mucho del cariz del matrimonio del poeta.