"Mi vida es una vida hecha de todas las vidas: las vidas del poeta" (Pablo Neruda)













viernes, 29 de octubre de 2010

El Edipo Rey de Pasolini


El Edipo Rey de Sófocles

En el 425 a.C., cuando Sófocles tenía 65 años, presentó en los certámenes cívicos-religiosos que entonces se celebraban en Atenas su Edipo Rey. Si bien es una tragedia independiente, con una unidad de acción acabada en sí misma, por lo temático se conecta con otra pieza sofoclea, Edipo en Colono.

En Edipo Rey selecciona un aspecto determinado del mito del hijo de Layo: la peste que se cierne sobre Tebas. Edipo se entera por boca de Tiresias que es él mismo el ser infesto que contamina la ciudad y para salvarla decide exiliarse. Edipo poco a poco va intuyendo lo sombrío de su identidad.
Edipo Rey es el drama del reconocimiento, concomitante con esa idea es también una tragedia analítica, pues los sucesos decisivos son anteriores a la obra, y la red de fatalidad ya se ha tendido sobre Edipo. Los dioses lo han dispuesto de tal modo que cada paso que da creyendo alejarse de la fatalidad, por obra de ese hado incomprensible, paradójicamente más se aproxima a su infortunio.

El Hijo de la Fortuna

Pasolini realiza su Edipo Re en el año 1967.  Pasolini recurre al mito griego al que, sin apartarse de la trama argumental, reelabora de acuerdo con un ideario estético en el que acentúa la presencia de Eros – especialmente en su vertiente homosexual - , junto con una crítica acérrima contra la sociedad burguesa – apoyado en las ideas políticas de Antonio Gramsci.

Pasolini pone énfasis en lo que el mito pueda tener de irracional, a la vez que subraya el aspecto incestuoso de Eros, como medio por el cual épater le bourgeois* y, así, despertar conciencias.

En su Edipo Re, Pasolini ofrece una reescritura de la pieza sofoclea en la que no da prioridad al problema del poder, sino a la fuerza de éros, tanto en su aspecto “turbador”, cuanto en lo que implica como “nostalgia” de una totalidad perdida.
Su Edipo no debe ser leído como un film político, ontológico o gnoseológico, sino, fundamentalmente, como una obra psicológica, aunque esta caracterización no impide que, a la hora de su exégesis, también cuadren, si bien en menor grado, las otras lecturas.

El film consta de tres partes. La primera parte constituye una suerte de prólogo o pórtico ambientado en los primeros años de la época mussolineana. La segunda parte fue filmada en una vieja ciudad marroquí donde el director inserta el mito tebano situándolo en un pasado remoto. La tercera parte esta ambientada en el mundo moderno, en el norte de Italia.

Primera parte

En esta sección se destacan fundamentalmente los elementos autobiográficos: el protagonista de ésta historia no es Edipo sino el propio Pasolini.
Diversas escenas destacan la rudeza e incomprensión de un padre que, al sentirse desplazado en el amor de su mujer por la llegada del niño, opone a éste agresividad y resistencia.

Quedan así planteados en ésta primera parte los lineamientos del complejo edípico que sirven de marco al desarrollo de la trama trágica propiamente dicha y que constituye la segunda parte, el núcleo central de la historia mítica. Por ejemplo, el rostro plácido de la madre cuando lo alimenta; ésta mira la lente, y por extensión, a nosotros los espectadores. La mirada a la cámara es un recurso que utiliza mucho Pasolini. Lo mismo sucede con la dura mirada del padre que también queda detenida ante la cámara.

Una música de flauta, acompañada por la de otros instrumentos de sabor arcaizante, enmarca estas dos secciones, a la vez que sugiere una regresión en el tiempo – la legendaria época del mito – y una traslación en cuanto al espacio – Tebas -  indicada en una lápida.

Segunda Parte

Esta sección esta filmada en Ouarzazate, una antigua ciudad marroquí.  Se aprecia en esta sección la pretensión de Pasolini por entregarnos un cine con connotaciones ideológicas, dado que este acercamiento a culturas preindustrializadas se lo ve tanto en su permanente referencia a ritos y músicas populares.

Esta sección se inicia con una imagen muda en la que el siervo de Layo lleva al niño atado de pies y manos para ser abandonado en el monte Citerón. Aparece un pastor quien lo rescata y corre hasta la presencia de su rey Pólibo quien bautiza al niño “hijo de la Fortuna” (esto subraya una amarga ironía del Destino). Pólibo se lo entrega a su mujer quien se muestra tierna con el pequeño. Años más tarde se lo ve a Edipo quien tiene un altercado con uno de sus compañeros, quien le grita que no es verdadero hijo de los reyes sino adoptivo. Edipo tiene un sueño sombrío mediante el que los dioses pretendieron transmitirle algo aciago que el joven no logra comprender; entonces carcomido por la duda decide marchar a Delfos para que la pitonisa le revele su verdadera identidad.
La pitia presenta un aspecto grotesco avivado porque mientras pronuncia sin ninguna solemnidad sus oráculos, come ávidamente y de manera grosera trozos de ricota. Esta escena burlesca contrasta con la gravedad de sus profecías. Edipo al escuchar tremendo vaticinio queda perturbado.

Para impedir el cumplimiento de ese hado siniestro decide alejarse de Corinto donde viven sus supuestos padres. El acaso lo lleva a la tierra de Layo y Yocasta. En el camino tropieza con una comitiva que le exige que deje libre la ruta, se trenzan en una lucha y Edipo mata a todos los guardias y al Rey. No lo ha matado en legítima defensa sino porque veía en ese ser soberbio la encarnación de un poder opresivo. Yacen en esta secuencia concepciones gramscianas, gratas al pensamiento del cineasta. Edipo sin saberlo, ha matado a su padre.

Al arribar a Tebas, Edipo no entiende por qué la gente huye despavorida. En el camino se detiene sorprendido ante un anciano, su guía le explica que ese anciano es Tiresias, el profeta.
El arribo a Tebas esta marcado por el episodio de la Esfinge. Edipo logra vencer a la Esfinge y libera a la ciudad. El mensajero sorprendido pues el extranjero ha logrado liberarlos del flagelo que asolaba la comarca, lo conduce al interior de la ciudad, anunciándole que por haber vencido al monstruo se casará con la viuda reina y en consecuencia, Edipo será Rey.

A pesar de éste hecho, la ciudad de Tebas se encuentra ahora bajo otra amenaza. Edipo manda a llamar a Tiresias y le ordena revelar la identidad del ser cuya presencia irrita a los dioses y corrompe la ciudad. Tiresias le dice que él es aquel hombre. Una vez más comete Hýbris (soberbia) y empuja a Tiresias a que se marche de la ciudad.

Entretanto, a Edipo la duda lo corroe y en su confusión llama a la reina con quien mantiene una relación carnal en la que le dice “madre”.  Yocasta le explica  que Layo fue asesinado por unos bandidos en una encrucijada según lo ha revelado el criado que logró salvarse.

Frente a la imperiosa pulsión de Edipo por “conocer la verdad”, Yocasta se adhiere, en cambio, a una necesidad “regresiva” de ocultarla. Un mensajero procedente de Corinto anuncia que Pólibo ha muerto y que ahora Edipo heredará el reino y añade que en realidad Edipo no era hijo legítimo del rey sino adoptivo; lo sabe porque él mismo lo recogió en el Citerón. Edipo se da cuenta que ha matado a su propio padre.

Cuando la verdad ha quedado al descubierto, Pasolini recurre al contraluz para crear efectos contrastantes y con ello hacer más evidente el páthos. Edipo opta por la ceguera y el exilio.

En Sófocles, la pieza termina con el diálogo entre el coro y Edipo, quien pide ser enviado al exilio. Pasolini en cambio concluye esta segunda parte cuando Creonte lo hace entrar al palacio donde deberá aguardar la decisión del oráculo.

Tercera Parte

Ambientada en los tiempos modernos, se inicia con la figura de un ciego, guiado también por un lazarillo que, sugestivamente, se llama Angelo. Vuelve a escucharse el mismo tema musical vinculado con la madre, que apreciamos en la primera sección. Ahora, Edipo redivivo camina apoyándose en la espalda de Angelo.

El solo de flauta entonado por Edipo pone énfasis en el clima elegíaco del film a la vez que, a guisa de Leitmotiv, lo religa a otros significativos momentos de la obra.

El film se clausura con una frase: “La vida termina donde comienza”, con la que el director rubrica los aspectos autobiográficos de ésta obra. 


Hugo F. Bauzá – La literatura en el teatro y en el cine


*La expresión épater le bourgeois, que aparece en Francia a mediados del siglo XIX dentro de la atmósfera romántica, sirve de lema a una de las actitudes más características del arte moderno: el desprecio hacia la clase social que, en torno a 1830, comenzó a imponer su predominio. El ulterior avance de la burguesía agudizó, entre los artistas postrománticos, la aversión hacia esa clase preponderante. Naturalistas y simbolistas, con Flaubert y Baudelaire a la cabeza de unos y de otros, escarnecen sin cesar al burgués mediocre y, más adelante, ya en pleno siglo XX, los vanguardistas de toda especie mantienen y corroboran la tradición.


¿Quién fue Pier Paolo Pasolini?


Pier Paolo Pasolini (Bolonia, 5 de marzo de 1922Ostia, 2 de noviembre de 1975) fue un escritor, poeta y director de cine italiano. Pasolini nació en Bolonia, ciudad de tradición política izquierdista. Empezó a escribir poemas a los siete años de edad y publicó por primera vez a los 19 mientras se encontraba estudiando en la Universidad de Bolonia.
Fue reclutado durante la Segunda Guerra Mundial; capturado por los alemanes, logró escapar. Luego de la guerra, se unió al Partido Comunista Italiano en Ferrara, pero se fue dos años después.
Su obra poética, igual que su obra ensayística y periodística, polemiza con el marxismo oficial y el catolicismo, a los que llamaba «las dos iglesias» y les reprochaba no entender la cultura de sus propias bases proletarias y campesinas. Juzgaba asimismo que el sistema cultural dominante, sobre todo a través de la televisión, creaba un modelo unificador que destruía las culturas más ingenuas y valiosas de las tradiciones populares.
Como director (se inició en 1961) ha creado una suerte de segundo Neorrealismo, explorando los aspectos de la vida cotidiana, en un tono cercano al de la Commedia dell'arte, centrando su mirada en los personajes marginales, la delincuencia y la pobreza que arrastra Italia desde la posguerra, y estableciendo un estilo narrativo y visual en el que priman el patetismo y la ironía sobre el humor grueso y a veces sórdido de sus historias.
Debuta en 1961 con una película en clave neorrealista pero que abarca mucho más y sorprende a la crítica: Accattone, en la que inicia su relación personal y profesional con uno de sus actores fetiche (Franco Citti), quien, junto a su hermano Sergio Citti, había sido alumno de Pasolini cuando era profesor. Su segunda película, Mamma Roma (1962), es una obra ya plenamente neorrealista que se convierte casi desde su estreno en una de las cumbres del cine italiano de los 60, y que cuenta con una de las interpretaciones más aplaudidas de la memorable actriz Anna Magnani. Con El Evangelio según San Mateo (1964), Pasolini rompe con su trayectoria anterior (recordemos que Pasolini era un reconocido ateo, y que en 1963 fue condenado a 4 meses de cárcel por sus posiciones anticlericales en el film Ro.Go.Pa.G.), aunque no traiciona sus obsesiones personales ni las constantes de su cine, al presentar el pasaje bíblico en una lectura marxista (consecuentemente con su ideología de izquierda), y lo irónico es que el propio Vaticano en el año 1999 declarará ésta como una de las mejores películas del siglo XX en su retrato de las escrituras y de la figura de Jesús.
Pajaritos y pajarracos (1966) es una de sus mejores obras (pese a las ya magníficas dos anteriores). Parábola política y humanística, inmortalizó al entrañable actor cómico Totó en una inolvidable creación, y es un film donde la música se hace protagonista de un modo único. Edipo Rey (1967), fue la primera cinta con guión ajeno, la famosa obra teatral de Sófocles, llevada al cine ese mismo año en una versión inglesa de menor repercusión comercial que ésta, que contaba entre su reparto con la maravillosa Silvana Mangano y uno de los actores favoritos del director, Laurent Terzieff. Teorema, estrenada en 1968, supone la consagración internacional de Pasolini, dotándole de un prestigio que incluso atrapó al público mayoritario. En ésta, sobresalen los trabajos de Terence Stamp y Laura Betti enmarcados ambos en una atmósfera sórdido-sensual que levantó algunas ampollas en su tiempo. Pocilga (1969), fue una de sus obras más crudas y realistas, de enorme polémica en su momento, se la consideró degradante, provocadora y obscena, lo que no evitó bastante éxito en los cines europeos. Medea (1970), con la diva Maria Callas entre el reparto, supone su segunda y mejor actualización-revisión-adaptación de una obra teatral de la Grecia clásica —esta vez de Eurípides—.
Los años 1970 se inician con la llamada Trilogía de la vida (integrada por El Decamerón, 1971; Los cuentos de Canterbury, 1972; y Las mil y una noches, 1974). Pasaron por los festivales de cine de Cannes, Berlín o Venecia con éxito crítico-comercial y definieron la deriva del último Pasolini hacia propuestas más libres y menos narcisitas (pese a que esta trilogía enseña prácticamente lo contrario de cara al espectador). En 1971 aparece un curioso film con el título de Los cuentos de Pasolini, dirigido por Sergio Citti, que aprovecha el tirón comercial del italiano y de Ninetto Davoli (su otro actor fetiche) de cara a la taquilla. Un poco antes, en 1970, había aparecido otro film que «copiaba» el estilo pasoliniano y «adoptaba» a alguno de sus actores: Ostia, dirigido por Sergio Citti y guionizado por Pasolini.
La carrera del cineasta se trunca cuando, en 1975, se estrena en los cines un film que convulsiona a toda la sociedad italiana y hace que el autor sea objeto de multitud de amenazas de muerte y presiones incluso políticas: Salò o los 120 días de Sodoma, en la que Pier Paolo adopta un tono autocrítico hacia algunos pasajes de su obra anterior y en la que adapta al Marqués de Sade con toda crudeza y con la mayor libertad con la que un creador se haya dotado a sí mismo nunca, desdibujando los límites convencionales y cinematográficos que encierran el erotismo, pornografía, expresión, sadismo, provocación y degradación humanas.
Esto no evitó que, a raíz de este último film y en circunstancias aún no del todo aclaradas, Pasolini muriera asesinado a manos de un joven marginal, que lo embistió con su propio coche, en el balneario popular de Ostia. Era para entonces un intelectual ampliamente reconocido y gozaba de una posición económica acomodada pero, como se ha comentado, la polémica que le rodeó en vida se agudizó en los últimos tiempos, y la Italia «oficial» de la época acabó por hacerle pagar.





jueves, 28 de octubre de 2010

Tradición medieval: Bocaccio y su “Decamerón”


El Decameron, una vez concluida su arquitectura y los cien cuentos que lo componen, circulaba desde no hacía muchos años por las grandes vías de los intercambios culturales y comerciales de Italia. Aquellos lectores del Decamerón formaban parte de aquella alta sociedad burguesa que había puesto los fundamentos de las grandes fortunas del Comune florentino entre el siglo XIII y el XIV; que, en cierto sentido, había convertido a Florencia en el centro financiero más vivaz de la Europa civilizada de entonces, el centro que movía ágilmente los millones con el nuevo y genial instrumento de la letra de cambio. Y difundía, a través de sus mil canales, aquellas obras que más se adherían al gusto de sus habitantes.

Su propia tradición manuscrita refleja todavía el entusiasmo y la laboriosidad de aquellos ambientes burgueses y mercantiles a favor de la fortuna europea del Decamerón, sin comparación con ninguna otra obra.
El Decamerón estaba en aquellos años en manos de conspicuas familias de mercantes.

El Decamerón se asoma a la escena de la cultura de los últimos decenios del Trescientos como un libro de amena lectura, como una obra creada no para ser saboreada por los literatos refinados sino para el gozo de los lectores más comunes y más ingenuos. Es decir, el Decamerón surgía como una obra del todo extra-literaria.

Bocaccio prestó atención a las narraciones del pueblo y las juzgó dignas de una consagración literaria. Incluso cuando se le presentan naturales y sugestivos los modelos clásicos, Bocaccio parece que deliberadamente los excluye: para dirigirse de nuevo a los admirados textos medievales.

La premisa moral-didáctica en cada cuento, hasta la complacencia en articular el período conclusivo del cuento en tres componentes; desde el constante empleo de colores simbólicos para indicar las dotes o la situación sentimental de las mujeres, hasta el sapiente alternarse de estilos, según los preceptos de los más autorizados tratados retóricos.
Estas decoraciones menores no son más que detalles de la general arquitectura gótica del Decamerón.

Bocaccio quiere dotar a su materia de un desarrollo coherente en sentido retórico y moral.
Desde la primera hasta la última jornada se desarrolla un itinerario ideal que enlaza desde la recriminación áspera y amarga de los vicios de los grandes en la primera jornada, con el espléndido y bien construido elogio de la magnanimidad y de la virtud en la décima jornada.

Estas jornadas desarrollan canónicamente la “comedia del hombre”: el cual revela plenamente su propia humanidad y puede ser digno del espléndido reino de la virtud, midiéndose con las grandes fuerzas que, casi instrumentos de la Divina Providencia, parecen de alguna forma regir el mundo: la Fortuna, el Amor y el Ingenio.

No representa un mundo humano sicológicamente vivo y real, sino solamente una acertada visión de aquellos ideales, anheladas, en condiciones de vida, distantes de todo peso y de toda preocupación cotidiana, que son al mismo tiempo la necesaria justificación del arte del Decamerón y la atmósfera que más concuerda con ese su excepcional desarrollo.

La Fortuna, el Amor y el Ingenio son los grandes temas que ligados el uno con el otro, inspiran y articulan la serie de grandes frescos que componen el Decamerón. Cada uno de los cuales dispone de su interpretación teórica en el marco: una orientación que es siempre de estricto respeto a lo escolástico y medieval.

El Decamerón representaba el pasado fabuloso y heroico de un presente espléndido y aventurero: el mediodía refulgente y llameante que había preparado las cálidas luces de un opulento atardecer: es decir, de aquel dorado “otoño de la Edad Media que Bocaccio vive y representa con tal ferviente y sentimental participación.

De esta forma, en la fantasía del lector del Decamerón se va componiendo, poco a poco, un cuadro grandioso y humanísimo de aquel período decisivo para la historia y para la civilización de Italia. Y es un cuadro cuyas tintas son heroicas y ejemplares. Es una epopeya de aquella época en la que la vida caballeresca y feudal se juntaba con aquella otra, palpitante y ardiente, de las “compagnie” y de las “arti”, y la grandiosa arquitectura del imperio iba a desembocar maravillosamente en el rompeolas del múltiple y rico mosaico de los reinos, de los principados, de los comuni.
Junto al solemne y dorado mundo de los reyes y de los caballeros, Bocaccio coloca, sin ninguna vacilación, la sociedad trabajadora y aventurera de los hombres de su época.

Como resultado el Decamerón da una grandiosa arquitectura gótica en la que se pueden desarrollar y componer, decorosamente, las más humanas y típicas representaciones de la Edad Media: captadas precisamente en el momento en que la Edad Media emprendía ya espléndidamente el camino de su ocaso.




La Introducción del Decamerón, el grandioso y terrorífico triunfo de la peste y de la muerte en la Florencia de 1348, ha tenido y tiene fama, sobre todo considerada como un fragmento de talento descriptivo, como un trozo de prosa ejemplar en sentido retórico y en sentido pictórico.

La evocación de la peste no sólo se basa en una tradición, tan frecuente y autorizada de la retórica medieval sino que representa la obertura ideal para una obra de “estilo cómico”, para una comedia.
Y mientras responde de ese modo a una exigencia de arquitectura poética, la Introducción realiza también una superior, íntima función de ouverture coherente y necesaria para el desarrollo efectivo de la obra. Se trata de un preludio en el que se componen armónicamente los temas fundamentales que luego discurrirán por el Decamerón, y donde resuenan, apenas tocados, los motivos que luego se desarrollarán en cada una de las jornadas y en los diversos cuentos.
Los temas clave de las jornadas aparecen ya mencionados en aquel proceloso triunfo de la Fortuna que es el trágico vuelo del ángel de la muerte sobre Florencia, en aquella livianísima y enigmática presencia del Amor en el encuentro entre las siete doncellas y los tres jóvenes; en aquel predominio del Ingenio que regula el retiro de los diez cuentistas a la colina encantada: en una vida regida por una discretísima toma de conciencia.


No es la ruina material, es este derrumbe de toda resistencia moral y civil el que conduce la dolorosa página con la que se concluye la primera parte de la Introducción. Bocaccio permite que penetre de improviso un hilo de luz. La aparición “en la venerable iglesia de Santa María Novella”, un martes por la mañana”, de las “siete jóvenes mujeres” y de los “tres jóvenes” evoca todo un mundo contrapuesto a aquella sociedad trastornada y embrutecida: porque aquellos vínculos humanos, signos primeros y primordiales del vivir civilizadamente.
Estos diez jóvenes son los elegidos que se retiran y se recogen en la villa fiesolana como en un arca de salvación durante el nuevo diluvio. En el mismo momento en el que llegan a la encantadora villa, sienten la necesidad de crear normas y reglas para su vida y para sus acciones.

Mientras se disolvía en Florencia la sociedad humana, merced al desenfreno y a los instintos feroces, la vida de estos diez ejemplos de gentileza responde a los ideales de la medida, del orden, de la discreción en todas las cosas.

Todo supone un mundo nuevo, imprevisible, movilísimo, que a través de la Introducción aparece por vez primera, con seguridad y claridad excepcionales, en el horizonte artístico de Bocaccio.



Vittore Branca – Bocaccio y su época

martes, 26 de octubre de 2010

La Representación: el teatro griego


El Teatro Griego

Hacia finales del siglo VII antes de Cristo, y principalmente en la región de Corinto y de Sicione, en el país de los dorios, el culto a Dioniso había dado lugar a un floreciente género, entre religioso y literario, constituido por coros y danzas: el ditirambo.
El nuevo drama fue con rapidez consagrado  por la ciudad; el primer concurso ateniense de tragedias tuvo lugar en el año 538, bajo Pisístrato, se instala el teatro en un terreno consagrado a Dioniso, que sigue siendo el patrón del género; grandes poetas casi contemporáneos entre sí proporcionan a la representación dramática una estructura adulta y un profundo sentido histórico. Este auge coincide con el triunfo de la democracia, la hegemonía de Atenas, el nacimiento de la Historia y la estatuaria de Fidias: estamos en el Siglo V, el siglo de Pericles, el siglo clásico.
Después, desde el Siglo IV hasta el final de la época alejandrina se produce la decadencia del género: obras mediocres y abandono progresivo de la estructura coral, que era la estructura específica del teatro griego.

No conocemos bien más que a tres poetas trágicos y un poeta cómico de varias generaciones de autores dramáticos: Esquilo, Sófocles, Eurípides y Aristófanes; y la obra de estos autores no sólo es puramente antológica sino que además esta mutilada: todas las triologías trágicas están incompletas, salvo La Orestíada de Esquilo.
Este teatro esta formado por un conjunto organizado de obras, instituciones, protocolos y técnicas, es decir, posee una estructura.

Las obras

El espectáculo griego de la época clásica comprende cuatro géneros principales: el ditirambo, el drama satírico, la tragedia y la comedia.

El ditirambo nació de determinados episodios del culto a Dioniso, en el siglo VII antes de Cristo, y probablemente cerca de Corinto, ciudad comercial y cosmopolita. En seguida adquirió dos modalidades: una forma literaria y una forma popular. Una vez que Tespis lo traslada a Atenas, el ditirambo adquiere una regularidad; el auge del género dramático (tragedia y comedia) no le afecta en absoluto.
La diferencia capital era que el ditirambo se representaba siempre sin actores y sobre todo sin máscaras ni vestuario. El coro era numeroso (cincuenta ejecutantes) entre niños y hombres.

Nuestra ignorancia sobre el drama satírico es casi igual que con el ditirambo (por la falta de documentación sobre el tema). Está muy próximo a la tragedia, por su estructura y el tema mitológico. Lo que lo diferencia y a la vez lo constituye es que el coro se compone solamente de sátiros conducidos por Isleño, su jefe, padre nutrido de Dioniso.

La tragedia griega esta compuesta por: un prólogo, escena preparatoria con función expositiva (monólogo o diálogo); la parados, canto de entrada del coro; los episodios, separados por cantos del coro acompañados de danzas, que se llamaban stasimos; el último episodio, que a menudo consistía en la salida del coro, se llamaba éxodos.
El principio de dialéctica formal que es la base de este teatro: la palabra expresa la acción, pero a la vez le sirve de pantalla: “lo que pasa” siempre tiende hacia “lo que ha pasado”. El comentario del coro interrumpe periódicamente esta acción relatada y obliga al público a volver en sí de una manera a la vez lírica e intelectual.
La tragedia griega es siempre un espectáculo triple: el de un presente, el de una libertad y el de un sentido.
Al ser en sí mismo una interrogación, el teatro griego se sitúa entre otras dos interrogaciones: una religiosa, la mitológica; otra laica, la filosofía.

La tragedia ha ido evolucionando hacia lo que hoy llamamos el drama, o sea, la comedia burguesa, que se basa en los conflictos de los caracteres, y no en los de los destinos. Y es precisamente la progresiva atrofia del elemento interrogador, el coro, lo que ha marcado tal cambio de función.

Las Instituciones

La religión domina el origen del teatro griego y continúa presente en las instituciones que lo regulan en su estado adulto; no obstante, lo que le da su sentido es la ciudad: son sus caracteres adquiridos los que constituyen su ser, más que sus caracteres innatos.

Las representaciones teatrales no podían tener lugar más que tres veces al año, con ocasión de las fiestas que se celebraban en honor a Dioniso. Por orden de importancia, éstas eran: las Grandes Dionisíacas, las Leneas, y las Dionisíacas Campestres. En todas estas fiestas el teatro estaba edificado en terrenos dedicados a Dioniso. Había dos espacios que testimoniaban de manera más precisa el culto del dios: en la orquestra, probablemente dominada por la estatua de Dioniso, instalada allí con gran pompa al inicio de la fiesta, ese lugar era el Thymele (un altar) en todo caso un lugar de sacrificio; y en la cavea (el conjunto de gradas) ciertos lugares reservados al clero de los distintos cultos atenienses.

El culto a Dioniso, mezclado con elementos orientales, implicaba auténticas danzas de posesión, en las que entraba en trance la tiasis del dios, símbolo de su cortejo. La danza cíclica del ditirambo reproduciría las rondas colectivas de los posesos presos de la mania divina.

Queda claro que el lazo que une el culto dionisiaco a éstos tres géneros (el ditirambo, el drama satírico y la comedia) sería de orden físico: la posesión o, con más precisión, la histeria, en la que la danza es, a la vez, satisfacción y liberación. Quizás es en este contexto en el que hay que entender la noción de catarsis teatral.

Todo esto lleva a recalcar con fuerza el carácter civil del teatro griego, sobre todo en lo que se refiere a la tragedia: es la ciudad la que le ha conferido su esencia. ¿Cómo se inserta el espectáculo en la ciudad? Se inserta gracias a tres instituciones: la coregia, el theoricon y el concurso.
El teatro griego es un teatro ofrecido legalmente por los ricos a los pobres. La coregia es una liturgia, es decir, una obligación impuesta oficialmente por el Estado a los ciudadanos ricos: el corega se encargaba de instruir y equipar a un coro.
La coregia y el theoricon son las instituciones que garantizan la existencia material del espectáculo.
La tercera institución es la del concurso. Había tres concursantes para la tragedia y tres para la comedia. Cada obra no se representaba más que una sola vez, como es natural, al menos en el siglo V; más tarde hubo reestrenos: todos los concursos estaban precedidos por la representación de un clásico. En cuanto acaba la fiesta comenzaba el juicio, que se confiaba a un jurado de ciudadanos, designados por sorteo a dos niveles. Había premios para el corega, para el poeta, y más tarde, para el protagonista. Un dictamen oficial grabado en mármol cerraba el concurso.
Grecia era una democracia aristocrática: dejaba fuera a los metecos y a los esclavos. El ciudadano ateniense realmente gobernaba gracias a numerosas asambleas de gestión de las que formaba parte. Era un teatro cívico, teatro de la ciudad responsable.

Los protocolos

El teatro griego es un teatro esencialmente festivo. Al asociarse a la interrupción del tiempo de trabajo, el teatro instauraba otro tiempo, el tiempo del mito y de la conciencia, que podía ser vivido, no como ocio, sino como otra vida.

 Estos festivales de la antigua Grecia eran verdaderas “sesiones” y durante éstas la ciudad vivía teatralmente, desde la máscara que había que ponerse para asistir a la procesión inaugural hasta la mimesis del espectáculo mismo. En éste teatro no había ruptura física entre el espectáculo y los espectadores; la continuidad quedaba asegurada por dos elementos fundamentales: la circularidad del espacio escénico y su apertura.

La orquestra del teatro griego era un círculo perfecto. Al principio los músicos siempre tocaban en la orquestra, coro y actores todos mezclados.  Más tarde se situó ante la skené un proskenion en el que se desarrollaba la acción a medida que el coro iba perdiendo importancia.

En el teatro antiguo el espacio escénico es voluminoso: hay analogía, comunidad de experiencia, entre el fuera del espectáculo y el fuera del espectador: es un teatro liminar que se desarrolla en el umbral de las tumbas y palacios.
La circularidad constituye lo que podríamos llamar una dimensión existencial del espectáculo antiguo. Otra: el aire libre.
En cuanto al público que cubre las gradas aparece transformado por la masa (catorce mil plazas aproximadamente en Atenas). Esta masa estaba muy estructurada (por jerarquía social).

A todo ello hay que añadir el último de los protocolos de posesión: la comida; se comía y se bebía en el teatro y los generosos coregas hacían circular vino y pasteles.

Las técnicas

La técnica fundamental del teatro griego es una técnica de síntesis: la coreia, o unión consustancial de la poesía, la música y la danza. El ateniense por medio de la representación completa de su corporeidad (canto y danza) manifiesta su libertad; precisamente la libertad de transformar su cuerpo en órgano del espíritu.

Sabemos que la poesía se distribuía en tres modalidades de presentación: una expresión dramática, hablada, monólogo o diálogo, compuesta en trímetros yámbicos; una expresión lírica, cantada, escrita en diversos metros y por último, una expresión intermedia, compuesta en tetrámetros: más enfática que la palabra hablada.

La música era monódica, cantada al unísono o a la octava, con el solo acompañamiento de una flauta de dos tubos con lengüeta tocado por un músico que se sentaba en el thymele.

Con respecto a la danza, sabemos que era necesario distinguir los pasos de las figuras; estas figuras podían llegar a la pantomima.

En cuanto al  coro, éste no recitaba sino que cantaba siempre; pero los actores y el corifeo, aunque ante todo dialogaban, podían cantar perfectamente e, incluso, bailar.
El volumen del coro no varió  a lo largo de toda la época clásica: entre doce y quince coreutas para la tragedia y veinticuatro para la comedia, contando al corifeo. Más tarde disminuyo la importancia de su papel.

Salvo en el ditirambo, todos los ejecutantes, coro y actores, llevaban máscaras. La máscara permitía que los rasgos se distingan de lejos y encubrir las diferencias de los verdaderos sexos, ya que eran hombres los que desempeñaban los papeles de mujer.
La misma función tiene el disfraz.

El esfuerzo realista fue mucho más rápido en cuanto al decorado. Al comienzo se trataba de una simple construcción de madera, pero luego Sófocles y Esquilo introdujeron el decorado pintado sobre una lona móvil tendida a lo largo de la skené. Hacia finales del Siglo V, a este decorado central le fueron añadidos dos decorados laterales: los periactos.

Este amplio esfuerzo realista irá complicándose de generación en generación y se servirá de una valiosa técnica: las máquinas.

Conclusión

En los siglos XIX y XX ha sido en torno a la propia materialidad del teatro griego, que nuestros clásicos no tuvieron en cuenta, donde han cristalizado más reflexiones; en primer lugar, en el plano filosófico y etnológico, de Nietzsche a George Thomson, no cesa la interrogación apasionada sobre el origen y la naturaleza de ese teatro, a la vez religioso y democrático, primitivo y refinado, zúrrela y realista, exótico y clásico; más adelante, desde mediados del siglo XIX se vuelve a representar en escena, primero como un teatro burgués más pomposo, más tarde con un estilo más bárbaro y a su vez más histórico, etc.

No obstante, algo es claro: que la reconstrucción en imposible, en primer lugar porque la arqueología nos proporciona informaciones incompletas, y sobre todo, porque los hechos que la erudición ha exhumado no son sino funciones de un sistema total, el marco mental de la época y, en el plano de la totalidad.

El problema ya no es, por tanto, ni descentrarlo ni asimilarlo: el problema es hacerlo comprensible.




Roland Barthes – Lo Obvio y lo obtuso (Capítulo: El teatro Griego)




lunes, 25 de octubre de 2010

Sobre el Dionisismo

El dionisismo se presenta bajo la apariencia de una epidemia – enfermedad, contagiosa o no, que ataca a un gran número de personas.
La locura dionisíaca lleva en sí un poder de contagio tan grande como la mancha de la sangre derramada. Pero, en sentido griego, “epidemia” pertenece al vocabulario de la teofanía. Las epidemias son sacrificios ofrecidos a las potencias divinas: cuando ellas al país, cuando se entregan a un santuario, cuando asisten a una fiesta o están presentes en un sacrificio.

Son los dioses migratorios los que tienen derecho a las epidemias. Tienen sus temporadas; se los llama; les convienen los himnos.
Apolo es un dios de epifanías; tiene sus fiestas y sus aniversarios; aparece en medio de sus sacerdotes, de la muchedumbre de sus fieles, en todo el brillo de su poder.
Dioniso es por excelencia el dios que viene: aparece, se manifiesta, viene a hacerse reconocer. Dioniso organiza el espacio en función de su actividad deambulatoria. Se lo encuentra por todas partes, no está en ninguna en su casa.

Dioniso, divinidad sin cesar en movimiento, forma en cambio perpetuo, no está jamás seguro de ser reconocido, al pasear entre ciudades y aldeas la máscara extraña de una potencia que no se parece a ninguna otra. Siempre con el riego de ver negada su pertenencia a la raza de los dioses.

Dioniso es epidémico, en el sentido pleno en una serie de relatos acerca de sus entradas – más terribles que felices -  cuando llega. Sus primeras epifanías están marcadas por enfrentamientos, por conflictos o por formas de hostilidad que van desde el desprecio, desde el desconocimiento hasta el rechazo declarado y hasta la persecución.

A quien desee clasificarlas, las historias de Dioniso parecen corresponder a tres tipos. En primer lugar las llegadas indirectas por embajadas interpuestas que introducen su culto, aportan una efigie, transportan su ídolo.
Segundo tipo de epidemia: el dios de la vid, la divinidad del vino y sus huéspedes. Es Dioniso la promesa de una bebida fermentada, con su locura que se debe atemperar, con su poder salvaje que se debe domesticar.
La tercera serie reagrupa la llegada a la casa de Licurgo, la aparición de las ménades y el gran advenimiento en la ciudad de Tebas. Tres epifanías que descubren de manera decisiva el poder dionisíaco en su identidad.

Dioniso se presenta siempre bajo la máscara del extranjero, sea que marche sonriente o que salte irritado. Es el dios que viene de afuera; llega de un más allá.

Cuando los dioses entran en procesión a lo largo de un friso, la máscara es para Dioniso la insigna de su divinidad. A través de la máscara que le confiere su identidad figurativa, Dioniso afirma su naturaleza epifánica de dios que no cesa de oscilar entre la presencia y la ausencia. Es siempre un extranjero, una forma a identificar, un rostro a descubrir, una máscara que lo oculta tanto como lo revela.
Dioniso es por partes iguales el extraño y el extrajero. Es el extranjero portador de extrañeza. Pero una extrañeza que se difunde por las vías del desconocimiento, o más bien del no reconocimiento.
Dioniso necesita hacer reconocer su cualidad de poder divino, al menos en el mundo de los hombres. Están aquellos que no lo reconocen y ya lo desconocen; los incrédulos que rechazan creerlo, los atolondrados que afectan considerarlo desdeñable; los agresivos que no quieren oír hablar de sus ceremonias. Sobre todo, están aquellos que tienen vocación para perseguirlo, para representar a los verdugos y, transformados en sus víctimas, para ser los testigos estrepitosos de su presencia de dios todopoderoso.

Dioniso procede por las mismas vías, de Argos a Orcómeno, hasta la epifanía tebana, punto culminante de la demencia tenebrosa. La acción es la misma: rechazo de las ceremonias de Dioniso; las mujeres enloquecidas comienzan a errar por el campo. Es ya una enfermedad que exige un médico, una mancha que requiere purificación. A continuación la locura aumenta, se extiende al conjunto de las mujeres, y bajo la forma extrema de asesinatos de niños a los cuales se entregan las madres echadas en la maleza. Dos grados de locura, de los cuales el segundo lleva al colmo la impureza con la sangre de un hijo derramada por su madre.

En su país natal, Dioniso lleva en alto la máscara del extranjero. La presencia dionisíaca alcanza su paroxismo cuando la Extrañeza se produce en su tierra natal.
En consecuencia, el dios que se presenta como extranjero ante la ciudad es, de todos los dioses tebanos, la divinidad más poderosa junto a Apolo, su cómplice, una vez más aquí.

Entre un asesino y un demente, la homología es grande: la locura lleva al crimen, mientras que el asesino es a menudo percibido como un poseído. Cuanto más se desencadena la locura, mayor es el lugar para la catarsis. Dioniso conoce íntimamente una y otra. La purificación se hace en el trance, según el proceso más familiar en el orden cultural.


Marcel Detienne – Dioniso a cielo abierto

viernes, 22 de octubre de 2010

La esencia de la tragedia griega

Tan sólo existe una tragedia en el mundo, la griega, la de Esquilo, Sófocles y Eurípides. Es la única que efectivamente conserva el sentido trágico de la vida, porque conserva sus dos elementos. Por un lado, las catástrofes humanas, que son constantes, en todo tiempo y en todo país. Por otro, el sentimiento de que estas catástrofes se deben a potencias sobrenaturales que se esconden en el misterio, cuyas decisiones nos son ininteligibles, hasta el punto de que el miserable insecto humano se siente aplastado bajo el peso de una Fatalidad despiadada de la que intenta en vano alcanzar el sentido. Si se suprime uno de estos dos factores, ya no existe verdadera tragedia.

Desde el principio de la Orestíada, bajo ese sol de plomo que aplasta el palacio de los Atridas, se siente que algo terrible va a pasar, debe pasar.

Ya que en definitiva se trata de esto. El hombre cumple su tarea como mejor puede. Los Dioses lo trastocan todo. El no comprende. Está, permanece constantemente en presencia de un Muro. Ahora bien, como a pesar de todo hay que vivir, y como el ser humano no puede dejar de pensar, cada uno de los Trágicos griegos ha buscado una grieta en este muro. Esto es lo que quisiera tratar de demostrar.

El dios, lo divino, es por esencia lo más poderoso que el hombre. Y lo que viene en segundo lugar, por lo menos en Grecia, tras el calificativo de poderoso, es el de Justo. Hesíodo, llena todo su poema de Los trabajos y los días con ésta noción de un Dios Justo.

De ahí que, en ese problema capital que plantea la tragedia griega – el insecto humano expuesto a la Fatalidad sobrenatural – el primero de los Trágicos, Esquilo, haya buscado una solución en la idea de Justicia. Si el hombre sufre, es necesario que haya sido culpable; sin ello el Dios justo se viene abajo. Es la solución de la Orestíada.

La Até es algo que no surge del hombre, es una especie de niebla caída del cielo por medio de la cual los Poderosos de lo alto ciegan al insecto humano, arrastrándolo luego como en un torbellino, de modo que ya no sabe lo que hace, actúa como un demente.  Un daimón, es decir, una Fuerza sobrenatural, esta Fuerza que, para cada hombre, determina su destino.

Esquilo cree a pesar de todo en la responsabilidad, en la culpabilidad. Si Dios es justo, y si el hombre sufre, el hombre no puede sufrir más que como castigo.

Esquilo no puedo soportar que el muro estuviera siempre cerrado. Quiso, con todas sus fuerzas, hallar una grieta. Mucho más sombría y cruel es la perspectiva de los dramas de Sófocles.

Veamos pues el personaje de Edipo. Edipo es completamente inocente. No sólo Edipo es completamente inocente, sino que desea hacer únicamente el bien, y son éstos esfuerzos mismos por hacer el bien los que le conducen a su horrible fin.
Edipo es inocente. Sin duda mato a su padre, pero no sabía que aquel extranjero que lo golpeo y que lo provocó fuera su padre. Llega a Tebas, salva a los tebanos, como todo el mundo sabe de las garras de la Esfinge. La ciudad de Tebas le proclama Rey y se casa con Yocasta, según las costumbres de su tiempo. Por supuesto ignora que Yocasta es su madre, por lo tanto se casa y tiene cuatro hijos con ella.

En Grecia se ha considerado siempre que el príncipe, que es responsable de su pueblo, que se encarga de defenderlo, debe poseer la virtud del Coraje, que viene del corazón, fuente de pasiones nobles, entre ellas la justa cólera.

Edipo es pues, inocente. Y vamos a ver ahora que, cuanto más se esfuerza en actuar bien,  más se estrecha a su alrededor la terrible red anudada para él por los dioses. Recordemos aquí que Edipo había sabido que, según el oráculo, mataría a su padre y se uniría incestuosamente con su madre. Pero el infortunado Edipo se obstina, quiere saber. En vano, Yocasta le censura.

Así por tres veces, Edipo hubiera podido salvarse. Por tres veces, y Tiresias, y Yocasta y el Pastor, le suplicaron que detuviera la investigación. Y cada vez se obstinó.

Pues el designio de los dioses es que el hombre no sea demasiado feliz Están celosos de la felicidad del hombre.

Los griegos han asociado siempre la gloria con la grandeza moral, con la práctica de lo que llaman Areté, y que es esencialmente la fuerza del infortunio.

En presencia de este muro de la fatalidad sobrenatural, cada uno de los tres trágicos ha buscado una grieta, y que Esquilo la había encontrado en la noción de Justicia. Con Sófocles, en realidad, ya no se puede hablar de grieta. El cielo permanece cerrado, los dioses callan. Pero, frente a los dioses mudos, el hombre se muestra grande precisamente al aceptar sus quereres inexorables, aceptándolos sin un murmurar, con conciencia del abismo que separa, que separará siempre, al insecto humano del sol que lo ilumina, de la lluvia que lo inunda, del Destino que le conduce del nacimiento a la muerte.

La idea de que el Dios es bueno no ha entrado jamás en una cabeza griega antes de Platón, ya que menos aún que la de justicia, la idea de bondad divina no está implicada en la noción de poder. Antes al contrario, como en nuestras vidas los acontecimientos independientes de nosotros son mucho mas a menudo tristes que felices, el griego esta persuadido, como he dicho, de que el dios, celoso de nosotros goza abrumándonos.

En Eurípides, la desesperación es tan total como en Sófocles. Y el remedio, como en Sófocles, es aceptar con coraje su destino.

Sin embargo hay algo más en Eurípides, sobre el reposo que da la naturaleza, cuando extendido en la hierba de un calvero, bajo los grandes pinos, uno se abandona al sueño bajo el murmullo de las ramas y se pierde en el gran Todo. Decía que tampoco Eurípides ofrece ninguna grieta. Pero esto puede ser una grieta. Una especie de quietismo, una voluptuosidad, no de pasión, sino de calma, un sueño que prepara para el sueño eterno.

Hay que haber experimentado hasta el fondo del ser la miseria humana para comprender el resorte secreto del trágico en la tragedia griega.



A. J. Festugiére – La esencia de la tragedia griega


Nota: Este texto es un resumen hecho por mí del Capítulo La esencia de la tragedia griega del libro que lleva el mismo título de A.J. Festugiére.