1) Una nueva concepción de lo bello
En la concepción neoclásica, como también en otras épocas, la belleza se considera una cualidad del objeto que nosotros percibimos como bello, y por eso se recurre a definiciones clásicas como “unidad de variedad”, o bien “proporción” y “armonía”.
En el siglo XVIII, no obstante, comienzan a imponerse algunos términos como “genio”, “gusto”, “imaginación” y “sentimiento”, que nos dan a entender que se está formando una nueva concepción de lo bello.
Es evidente que éstos términos no tienen nada que ver con las características del objeto sino con las cualidades, capacidades o disposiciones del sujeto. Es en el siglo XVIII cuando los derechos del sujeto empiezan a definir de manera plena la experiencia de lo bello.
Lo bello se define por la forma en que lo comprendemos, analizando la conciencia de quien pronuncia un juicio acerca del gusto.
Que lo bello es algo que así nos parece a nosotros que lo percibimos, que esta vinculado a los sentidos, al reconocimiento de un placer, es una idea que domina en ambientes filosóficos diversos. Y también es en ambientes filosóficos diversos donde se va abriendo pasa la idea de lo sublime.
2) Lo sublime es el eco de un alma grande
Fue un escritor de la época alejandrina, Pseudo-Longino, el primero que habló de lo sublime, pero no fue hasta mediados del siglo XVIII cuando este concepto fue retomado con especial énfasis.
Pseudo-Longino considera la sublime como una expresión de grandes y nobles pasiones, que implican una participación sentimental tanto del sujeto creador como del sujeto que goza de la obra de arte. Lo sublime es en su opinión algo que anima desde dentro el discurso poético y arrastra al éxtasis a los oyentes o a los lectores. Longino afirma que a lo sublime se llega a través del arte. Por lo tanto, para Longino, lo sublime es un efecto del arte a cuya realización contribuyen determinadas reglas y cuyo objetivo es procurar placer.
3) Lo sublime de la naturaleza
En los albores del siglo XVIII, en cambio, la idea de lo sublime se asocia ante todo a una experiencia no vinculada al arte sino a la naturaleza, y en esta experiencia se otorga un lugar privilegiado a lo informe, lo doloroso y lo terrible.
El siglo XVIII es una época de viajeros ansiosos de conocer nuevos paisajes y nuevas costumbres, pero no por ansia de conquista sino para experimentar nuevos placeres y nuevas emociones. Se desarrolla así un gusto por lo exótico, lo interesante, lo curioso, lo diferente, lo sorprendente.
Nace en éste período la que podríamos denominar “poética de las montañas”: el viajero que se aventura en la travesía de los Alpes se siente fascinado por rocas inaccesibles, glaciares sin fin, abismos sin fondo, extensiones sin límites.
4) La poética de las ruinas
A partir de la segunda mitad del siglo XVIII se va afirmando el gusto por las construcciones góticas que, en relación con las medidas neoclásicas, forzosamente han de resultar desproporcionadas e irregulares, y el gusto por lo irregular e informe conduce a una nueva apreciación de las ruinas.
Ahora, la ruina es apreciada precisamente por su carácter incompleto, por las marcas que el tiempo ha dejado en ella, por la vegetación salvaje que la cubre, por sus musgos y sus grietas.
5) Edmund Burke
La obra que más ha contribuido a difundir el tema de lo sublime es la indagación filosófica sobre el origen de nuestras ideas acerca de lo sublime y de lo bello, de Edmund Burke, que apareció en una primera versión en 1756 y más tarde en 1759.
Burke opone lo bello a lo sublime. La belleza es ante todo una cualidad objetiva de los cuerpos “por la cual suscitan amor”, y que actúa sobre la mente humana a través de los sentidos. Burke se opone a la idea de que la belleza consiste en la proporción y en la conveniencia, y considera que son rasgos típicos de lo bello la variedad, la pequeñez, la lisura, la variación gradual, la delicadeza, la pureza y la claridad del color así como, en cierta medida, la gracia y la elegancia.
Estas preferencias de Burke son interesantes en la medida en que se oponen a su idea de lo sublime, que implica amplitud de dimensiones, tosquedad, negligencia, solidez incluso maciza y tenebrosidad.
Lo sublime nace cuando se desencadenan pasiones como el terror, prospera en la oscuridad, evoca ideas de potencia y de un tipo de privación de la que son ejemplos el vacío, la soledad y el silencio. En lo sublime predomina lo no finito, la dificultad, la aspiración a algo cada vez mayor.
Cuando Burke habla de lo sublime sonoro y evoca “el estruendo de grandes cataratas, de furiosas tempestades, de truenos o de disparos de artillería”, o bien del grito de los animales, cabe considerar incluso que sus ejemplos son bastante burdos, pero cuando habla de la repentina sensación de un sonido de considerable intensidad, respecto al cual “se excita la atención y las facultades se ponen en tensión”, y dice que “un solo sonido de una cierta fuerza, aunque sea de corta duración, si es repetido a intervalos produce un gran efecto”, es difícil no pensar en el comienzo de la Quinta de Beethoven.
Burke afirma que en realidad no sabe explicar las verdaderas causas del efecto de lo sublime y de lo bello, entonces se plante ¿Cómo puede ser agradable el terror?, y el mismo se responde: cuando no nos toca demasiado cerca. Esta afirmación implica un distanciamiento de lo que provoca miedo, y por tanto, una especie de desinterés. Dolor y terror son causa de lo sublime si no son realmente perjudiciales.
Lo bello es lo que produce un placer que no empuja necesariamente a la posesión o al consumo de la cosa que gusta; igualmente, el horror vinculado a lo sublime es horror a algo que no puede poseernos ni puede hacernos daño. En esto consiste la profunda relación entre lo bello y lo sublime.
6) Lo sublime de Kant
Será Immanuel Kant quien, en la Crítica del juicio (1790), definirá con mayor precisión las diferencias y las afinidades entre lo bello y lo sublime. Para Kant las características de lo bello son: placer sin interés, finalidad sin objetivo, universalidad sin concepto y regularidad sin ley. Lo que quiere decir es que se disfruta de la cosa bella sin desear por ello poseerla, se la contempla como si estuviese organizada perfectamente para un fin concreto, cuando en realidad su único objetivo es su propia subsistencia y, por tanto, se disfruta de ella como si encarnase perfectamente una regla, cuando ella misma es la regla. En esta experiencia “entran en juego libremente” la imaginación y la inteligencia.
La experiencia de lo sublime es distinta. Kant distingue dos clases de sublime, el matemático y el dinámico. El ejemplo típico de sublime matemático es la visión del cielo estrellado. En este caso tenemos la impresión de que lo que vemos va mucho más allá de nuestra sensibilidad y tendemos a imaginar más de lo que vemos. Y esto es debido a que nuestra razón nos induce a postular un infinito que no sólo nuestros sentidos no consiguen captar, sino que tampoco nuestra imaginación llega a abarcar en una intuición única. Desaparece la posibilidad de un “libre juego” de la imaginación y de la inteligencia y nace un placer inquieto, negativo, que nos hace sentir la grandeza de nuestra subjetividad, capaz de querer algo que no podemos poseer.
Un ejemplo típico de lo sublime dinámico es la visión de una tempestad. Lo que nos conmueve en este caso no es la impresión de una vastedad infinita, sino de una infinita potencia: también en este caso resulta humillada nuestra naturaleza sensible, y de ello se deriva una vez más una sensación de malestar, compensada por el sentimiento de nuestra grandeza moral, contra la que nada valen las fuerzas de la naturaleza.
Umberto Eco - HISTORIA DE LA BELLEZA
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